Durante mis viajes en avión, mi estatura siempre ha sido un problema. Mido más de 1.80 m y, a mis 16 años, esto ha hecho que volar sea un reto incómodo. Las veces que me he subido a un avión, sé que mis rodillas estarán encajadas en el asiento de enfrente desde el despegue. Pero en mi último vuelo, las cosas fueron más allá de lo esperado. Esta vez, un pasajero decidió llevar mi incomodidad a otro nivel, y aunque usualmente intento sobrellevarlo, esta vez decidí devolverle el favor, de una manera algo inesperada.
El vuelo empezó como cualquier otro. Mi madre y yo regresábamos a casa tras visitar a mis abuelos. Sabía que la clase turista no me ofrecería el espacio necesario para estirar mis piernas, pero me preparé mentalmente para soportar la incomodidad. El vuelo estaba retrasado y, cuando finalmente abordamos, la tensión en el aire era palpable; el avión estaba lleno y los pasajeros se mostraban inquietos.
Al acomodarme en mi asiento, intenté encontrar una posición que me permitiera sobrevivir al vuelo sin sentirme completamente aplastado. Mi madre, que siempre parece tener soluciones para todo, me ofreció una almohada de viaje y algunas revistas, diciéndome con una sonrisa: “Tal vez esto te ayude”. Sin embargo, las cosas pronto se pondrían mucho más complicadas de lo que imaginaba.
Mientras hojeaba una revista, sentí una ligera sacudida. El asiento de enfrente se había reclinado unos centímetros, lo cual me puso en alerta. Al principio pensé que se trataba de un pequeño ajuste, pero no. El hombre de mediana edad, vestido con traje de negocios, estaba decidido a reclinar su asiento por completo, sin importarle el limitado espacio en clase turista. Mis rodillas quedaron aplastadas contra el respaldo y tuve que girarlas hacia un lado para no sufrir aún más.
Intentando ser educado, me incliné hacia adelante y dije: “Disculpe, señor. ¿Podría subir un poco su asiento? Apenas tengo espacio aquí atrás”. Su respuesta fue un simple encogimiento de hombros acompañado de un “Lo siento, chico, pero he pagado por este asiento”. Quedé sorprendido por su arrogancia, pero no quise insistir demasiado. Mi madre me lanzó esa mirada que indicaba que dejara las cosas como estaban. A regañadientes, decidí aguantar.
Pero entonces, el hombre delante de mí decidió reclinarse aún más, lo que superó cualquier límite de tolerancia. Mi madre notó mi incomodidad y llamó a la azafata, quien vino rápidamente a ver qué ocurría. Después de explicarle la situación, la azafata, educada pero firme, le pidió al pasajero que reconsiderara su posición, ya que estaba causando un problema. Su respuesta fue tajante: “He pagado por este asiento y lo voy a usar como quiera”.
La azafata, evidentemente sorprendida, le explicó que el asiento parecía reclinarse más de lo normal, creando una situación incómoda para mí. Sin embargo, el hombre no cedió. “Si está incómodo, debería ir a primera clase”, respondió con indiferencia, volviendo a su portátil.
Frustrado, intenté encontrar una solución. Mientras tanto, mi madre me observaba con simpatía, sabiendo que la situación me estaba afectando. Y entonces tuve una idea. Mi madre, siempre preparada para cualquier eventualidad, había empacado algunos snacks en su bolso, y al ver la familiar bolsa de galletas saladas, supe lo que tenía que hacer. Comencé a comerlas de forma exageradamente ruidosa y desordenada, asegurándome de que algunas migas cayeran accidentalmente sobre el respaldo y, eventualmente, sobre los hombros del hombre de enfrente.
Al principio, no se dio cuenta, demasiado absorto en su trabajo. Pero después de un rato, empezó a notar las migas en su ropa. Se giró, visiblemente molesto, y preguntó con irritación: “¿Qué estás haciendo?”. Mi respuesta fue inocente, pero deliberadamente provocadora: “Oh, lo siento. Estas galletas son muy secas”. El hombre, ahora visiblemente molesto, exigió que dejara de ensuciarlo.
Con una sonrisa, le respondí: “Claro, pero quizá si levanta su asiento, podría acomodarme mejor y no haría tanto lío”. Su rostro se puso rojo de furia, pero antes de que pudiera decir algo más, volvió a levantar su asiento, liberando mis piernas de la tortura que había estado soportando. Finalmente, tuve el espacio suficiente para estirarme.
La azafata, que había observado la escena desde la distancia, me lanzó una discreta sonrisa de aprobación. Mi madre, por su parte, también sonrió, pero me advirtió con humor: “Fue inteligente, pero no lo hagas una costumbre”. El resto del vuelo fue mucho más llevadero y pude disfrutar tranquilamente de mis galletas. Al final, el hombre ni siquiera se despidió cuando aterrizamos, simplemente se marchó con su dignidad parcialmente intacta.
Este vuelo me enseñó que, a veces, hay que encontrar soluciones creativas a problemas incómodos. Aunque mi táctica no fue la más madura, me dejó una lección valiosa sobre defenderme cuando es necesario. Claro, quizá la próxima vez opte por un snack menos desordenado.